En plena Plaza del Gran Capitán, esquina a lo que hoy es Emperatriz Eugenia, existía un solar de no más de cincuenta metros de largo al que conocíamos como campo de Lapetra. También estaba el que llamábamos campo de Funes, que ahora quedaría por
Más a mano y como alternativa estaba la placeta del barrio, pero con el gran handicap de tener que estar pendientes de la espada de Damocles que representaban los “guris”, que podían aparecer en el momento menos pensado y dejarte sin balón o llevarte preso si no andabas con ojo.
Pero siempre estaban las tardes de sábado, único momento (aparte de los domingos) libre de obligaciones escolares, para subir al Llano de
Qué maravilla aquellas felices tardes de la edad del pavo, aquellos sábados en que nos juntábamos unos cuantos chaveas y echábamos a andar Cuesta de Gomérez arriba para en una hora estar en la cima donde nunca faltaban rivales ni balones para improvisar un partidazo por todo lo alto; y tan alto, más de mil metros sobre el nivel del mar. Algunos, más espabilados, hacían dedo y casi siempre encontraban quien los llevara. Muchas veces, cuando era pleno invierno, no faltaba la niebla y la nieve, y también era frecuente que al ir uno a vestirse después del partido no pudiera abotonarse la ropa al no responder los dedos enteleridos y llenos de sabañones. Pero todo se daba por bueno a esa edad, incluso cabecear aquellos balones de antes que cuando se mojaban pesaban un quintal y te dejaban medio esnoclao, como decía “Elquesabe”.
En una ocasión el puñado de chaveas, ya casi adolescentes, que nos reuníamos desafiamos a un grupo de “puretas” que por allí correteaba. Con el desparpajo autosuficiente propio de la edad pretendíamos humillar a los carrozas y darles un baño. Servidor, a la sazón un teenager con ínfulas de delantero goleador, tuvo que vérselas con un cuarentón más bien panzudo y de buena estatura que formaba en el centro de la defensa contraria. Bien pronto pude comprobar que aquel hombre no era ni mucho menos un tuercebotas sino todo lo contrario, y con una técnica magnífica y muchos recursos sacaba siempre el balón jugado y no daba ni una patada; resultado: mi papel en aquel partido se limitó a ver cómo una y otra vez se me anticipaba y me anulaba por arriba, por abajo, por el norte y por el sur, y servidor literalmente no rascó bola. Pues bien, aquel hombre maduro, lo supimos después, no era otro que el gran Manolo Méndez que con algunos amigos (Pellejero también estaba), lo mismo que nosotros, había aprovechado la tarde del sábado para practicar el fútbol popular que siempre ha ofrecido gratuitamente ese altar balompédico que es el Llano de
Y es que en el Llano de la Perdiz era frecuente asistir gratis a más de un partido de viejas glorias. Así pudo uno ver jugar hace no demasiados años a un sesentón Pepe Millán que todavía conservaba buenas cualidades. También hasta hace poco eran asiduos a los partidos de las peñas domingueras otros jugadores que lo fueron todo en el Granada como Vicente Díaz o Castellanos, que uno recuerde.
Últimamente parece que, en lo que se refiere a partidos futboleros populares, anda el Llano algo de capa caída. Claro, la oferta actual de instalaciones es amplísima e incluso el césped en partidos de peñas es algo normal como para tener que trasponer a todo lo alto del monte. Pero, dónde va a parar; los partidos en aquel escenario, con esa luz, con esos paisajes y ese aire limpio de montaña; para servidor no admite comparación. Incluso la cervecilla de después (como el cigarrillo de después), en los quiosquillos al sol, de mostrador y palangana con barra de hielo y conversaciones futboleras, no es equiparable ni de muy lejos al “Aquarius” que te sirve una máquina con palique cibernético.
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