Qué tarde granadina aquella del día 26 de marzo de 1972. De esos marzos, no demasiado abundantes en nuestro sufrido clima iliberritano en que la primavera resplandece, templa el ambiente y le da a las cosas unos tonos luminosos como sólo pueden darse a los pies del Veleta. Y si brillante fue la tarde en lo meteorológico no lo fue menos en lo balompédico, que ofreció una jornada de gloria rojiblanca digna de ser evocada por los cinco balones que aquellos tipos de largas patillas, vestidos a rayas coloradas y blancas verticales hicieron entrar en la portería del cancerbero titular de la selección española casi a la vez que empezaban a salir los primeros tronos y pasos que
No jugaba el once más clásico de aquella gran temporada, faltaban Aguirre Suárez y Lasa, pero sus sustitutos, Barrenechea y Chirri, estuvieron también a buena altura, incluso el segundo fue el que abrió el camino del triunfo a poco de pasada la media hora de juego, al cazar un balón suelto en el área tras saque de un libre indirecto, único gol que ofrecieron los primeros cuarenta y cinco minutos. Nada más empezar la segunda parte llegó el 2-0, convertido de penalti por Vicente, jugador que -tras acortar distancias los vascos por medio del delantero centro internacional, Arieta- anotó el segundo de su cuenta con uno de esos goles para la antología del fútbol espectáculo que aquel portento de clase futbolera que fue Vicente González Sosa nos dejó, con un remate de bolea a dejada de Barrios que Iríbar seguramente está todavía buscando.
En aquel derroche de color que propició la tarde hubo incluso algo que sí que es poco habitual en un campo de fútbol, y es que con cada gol se podía ver en los primeros escalones de la preferencia de la Cárcel un alegre revoloteo de hábitos de penitente color azul -lo forofo no quita lo cofrade- que correspondían a los saltos eufóricos de dos aficionados, vestidura talar con fajín blanco y capirote al hombro, que tras cumplir con su devoción futbolera tenían una cita en la cercana iglesia de San Andrés para cumplir con otra devoción, la semanosantera, y acompañar a La Borriquilla en su paseo por Granada.
Con el tres a uno nos dábamos los granadinistas por más que satisfechos. Pero quedaba la apoteosis de aquella inolvidable función, y ésta vino en los últimos cinco minutos con dos goles más casi calcados, los dos con la firma del goleador granadino por excelencia, Porta, lanzado ya a por el Pichichi, rematando casi a placer desde muy cerca; ambos nacieron por la banda derecha tras sendos balones en profundidad, pero en el primero quien sirvió fue De la Cruz (que ya había fichado por el Barcelona) y la galopada y el servicio del segundo fueron de Garre. Total, “escardón”, 5-1.
En cuestiones futboleras granadinas, obvio es decirlo, cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero el tiempo a que nos referimos, la 71-72, es precisamente la efeméride dorada del modesto palmarés del club cuyas bodas de platino conmemoramos. A uno le gustaría saber comunicar lo que supuso para un forofo adolescente de por entonces, de flequillo y pantalón de pata de elefante (y en el calcetín un paquete de Winston, resto de un reciente santo), asistir a uno de esos momentos que quedan para la historia de su equipo más merecedora de recordar. Ver a sus ídolos golear a todo un Atlético de Bilbao, con “el Chopo” al frente, es una de esas pocas satisfacciones con las que el hincha de un pequeño puede solazarse. ¡Qué tarde la de aquel día!
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