Mucho se ha escrito sobre qué es lo que tiene el fútbol para apasionar a las masas como lo hace. Posiblemente sea que es un juego muy simple, al menos en apariencia, y tan antiguo en sus fundamentos como la misma humanidad. Y su simpleza aparente hace que todos nos sintamos autorizados para opinar y capacitados para vivir de cerca el juego, como hacíamos casi todos cuando en la infancia jugábamos a la pelota en el recreo o en la placeta y empezábamos a quedar enganchados a esto del balompié y todos sus ritos y sus mitos. Bibliotecas enteras se pueden consultar sobre la cuestión.
Todos -también los carrozas- los que de alguna forma estamos en el mundillo futbolero: futbolistas, técnicos, directivos, plumillas, hinchas y demás personal que se congrega alrededor de este apasionante espectáculo, seguimos siendo unos muchachos a los que de verdad lo que nos gusta es divertirnos, jugar. Parece algo evidente. Cada uno, desde la pequeña o gran parcela que le haya correspondido, lo que hacemos es jugar. Unos desde el mismo terreno y otros desde otros sitios, por ejemplo, desde una cabina, desde la grada o con el pinganillo desde cualquier sitio. Lo que querríamos los forofos más que ninguna otra cosa es que nos dejaran corretear por la hierba y meter goles, sobre todo meter goles. Y he dicho que lo querríamos es jugar, bueno, lo que de verdad de verdad nos gusta es ganar.
El azar tiene en este mundillo, como juego que es, más protagonismo del que desearían los que de él viven, o al menos así parece desde fuera. Pero precisamente ese gran componente de azar puede también explicar por qué el fútbol es el rey mundial de los deportes, por qué apasiona mucho más que otros juegos que se prestan más a la exhaustiva y fría planificación.
Sea como sea y con estas premisas, ¿quién, hincha o protagonista directo del juego, no ha confiado alguna vez en algún tipo de amuleto para ayudar a que nuestros colores ganen su partido? ¿Quién no ha repetido algún comportamiento recordando que eso fue lo mismo que hizo en otra ocasión en la que los nuestros ganaron? Todos nos ponemos de acuerdo en que esto en realidad poco, mejor dicho, nada, va a influir en que el delantero acierte con la portería contraria en vez de estrellar su tiro en
Mi amigo Paco sí que era único en esta cuestiones. En plenos años ochenta y con el equipo ya en Segunda B seguía domingo tras domingo acudiendo a los partidos enfundado en su “minipún” verde furioso, remendado con coderas, y ante el cachondeo de los que allí nos reuníamos decía que el saquito aquel, ya tan demodé, lo había estrenado el mismo día que le cascamos cinco a “el Chopo” y estaba comprobado que traía suerte.
Y qué me dicen del mismísimo Mesones, estatua hierática en la banda una tarde de la que no quiero acordarme, una tarde en la que llovía fuego del cielo ceniciento por el que revoloteaban todos los gafes y el bochorno secaba las lágrimas de tantísimos granadinistas nada más aflorar a sus pupilas; allá estaba D. Felipe impertérrito y con su anorak abrochado hasta el esternón, criando pollos y salamanquesas por lo menos pero seguramente confiando en que su estrella pasaba por una prenda muy poco propia de un clima sahariano.
Animar desde el graderío a los nuestros y esa inocente fe en fetiches y en conductas supuestamente suertudas es la forma de meter goles que tenemos los que no podemos hacerlos de otra forma. Lo dicho, como haberlas, haylas, y teniendo en cuenta que el fútbol es una religión laica, echemos todos mano de nuestros amuletos y fetiches particulares y presentémoslos en el templo ante el tótem de la tribu, a ver si entre todos podemos evitar que volvamos a tener que sufrir en nuestros pobres y asendereados huesos de forofos otro estacazo como los que no hace falta recordar. Porque este año toca que sí.
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