Y que yo iba a chutar con ardor,
creyendo que era un portero
y se llamaba Ramón...
Fue la tarde de San Pedro,
y lo cuento por muy poco.
Se apagaron los habanos
y se encendieron los focos.
En los últimos minutos
un trencilla quisquilloso
penalti a favor señala:
el delirio del forofo.
En el fatídico punto,
bien contados, once pasos,
el cuero redondo y blanco
coloqué con mis dos manos.
destellos de oro rilaban
cuando el de negro, severo,
tirar a puerta ordenaba.
En carrera y con impulso
hacia el balón yo avanzaba
enfilando hacia la meta
con fiereza redoblada.
Mi borceguí, vehemente,
con la bola conectaba
y cual Saulo hacia Damasco
la verdad se me mostraba:
indefensa y solitaria,
venus sublime con guantes:
la guardameta contraria.
Ni la gloria del creyente
eclipsaría su cara:
el paraíso no tiene
lo que dice su mirada.
Sus pechos bamboleantes,
jarras que la sed apagan,
enlazados por dos rayas
bajo el jersey se hermanaban.
Como huidizas anguilas
sus muslos se me escapaban
aunque yo con las dos manos
atraparlos intentaba.
¿Cómo no amar a un querube?
Y en amoroso delirio
mi disparo fue a las nubes.
su muy rendido amador.
Además, un caballero,
a damas no marca gol.
Al verla allí, tan inerme,
demudada la color,
su curvilínea figura
conquistó mi corazón.
A pedirla en matrimonio
ya me dirigía yo
cuando un guijarro de a veinte
junto a mi oreja zumbó.
Y no quise allí quedarme
a consumar mi pasión
pues me estimo en lo que valgo,
ustedes compréndanlo.
como nunca había corrido,
por el monte, monte, monte...
de forofos perseguido.
No quiero decir, por cuerdo,
lo que los bestias gritaban
pero piropos no eran
y de mamá se acordaban.
Por cañadas y barrancos
los salvajes han venido
lanzando loscos y gritos;
casi no salgo vivo.
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