El Granada de los años setenta, el mejor de su historia, el “matagigantes”, el que rozó por dos veces la clasificación para la Copa UEFA y, por eso, mereció también por dos veces el título honorífico de “equipo revelación”, es asimismo el de la llamada «leyenda negra», chafarrinón que, siempre asociado al nombre de dos jugadores granadinistas, afea el expediente de la trayectoria histórica de los rojiblancos. Esa leyenda negativa nos retrata a un equipo sanguinario y tramposo, una especie de comeniños que construía sus éxitos a base de amedrentar al contrario y sin importarle el menoscabo de tibias y peronés rivales, jugando siempre sobre el mismo pretil de la legalidad balompédica si no directamente vulnerándola con alevosía, nocturnidad, astucia, cuadrilla, y hasta con escalo. El infamante mito salpica también a la afición rojiblanca, a la que presenta como a un auditorio palurdo, ávido de sangres e higadillos forasteros desde unas gradas analfabetas de lo que se debe entender por deporte. Sin duda es una exageración, pero tampoco, por más que nos pese, se puede decir que, al menos el primero de los cargos, sea del todo una falacia.
La leyenda tiene sus fechas: desde la temporada 71-72 hasta la 73-74. Y tiene también sus protagonistas más señalados, el que más, un argentino, Aguirre Suárez, cuyo ingreso en el Granada señala el nacimiento de la leyenda y cuya salida del club obedeció justamente al deseo de sacudirse la funesta fama. Como sabemos, este jugador desembarcó en Granada tras haber sido suspendido en Argentina por un periodo superior a un año (algunas autoridades en la materia afirman que a perpetuidad) por causa de su exhibición de boxing frente al “desertor” Combin del Milán, sobre el bonaerense césped de La Bombonera , en 1969. Otro protagonista destacado, el segundo de la famosa pareja, es un paraguayo, Pedro Fernández, un jugador todo entrega y pundonor y muy querido de la afición rojiblanca, duro pero mucho menos malintencionado, hoy de nuevo entre nosotros. A mucha más distancia les sigue el tercer protagonista principal, un uruguayo, Montero Castillo, que llegó en el momento en que la negra leyenda alcanzó su máximo auge, en la 73-74, jugador también fiero en labores de contención, aunque éste en el centro del campo frente a los otros dos cuyo puesto era el centro de la zaga. Los tres eran todo lo leñeros y marrulleros que se quiera, pero también eran grandísimos jugadores y habían militado en clubes punteros; y su rendimiento mientras vistieron de rojiblanco hay que catalogarlo de magnífico. Y a muchísima más distancia de los tres anteriores, se podría hablar de otros hombres que no daban tanto pero si se terciaba no se quedaban atrás, como Jaén o Barrios, o el mismo Ñito.
Al hablar del fútbol español de la época que abarca los últimos sesenta y primeros setenta es necesario referirse a la sudamericanización que nuestra pasión favorita experimentó. Por entonces en el fútbol español regía la prohibición de contratar jugadores extranjeros, vigente desde el fracaso en el Mundial de Chile (1962), donde compareció nuestra selección con bastantes jugadores foráneos pero nacionalizados, entre ellos Di Stéfano y Puskas, los dos ya en la cuesta abajo de sus respectivas carreras. Lo que se pensó como una medida para proteger el fútbol nacional a la larga produjo el efecto contrario pues no se había contado con nuestra sempiterna picaresca y se dejaron numerosos portillos por donde vulnerar la “ley seca” (nuestra picaresca y la de allende los mares, oriunda ciertamente de la hispana), por lo que al otro lado del charco se estableció enseguida toda una industria falsificadora de pedigrís hispanos por un módico precio. De esta forma por aquellos años desembarcaron en nuestro fútbol todo tipo de jugadores a los que, según nuestra legislación, no se les consideraba extranjeros por ser descendientes de españoles, los cuales regresaban a la tierra de sus mayores, aunque ese terruño estuviera en lugares tan desconocidos en la propia España como Osasuna, Celta o Betis.
Hay una anécdota de la época, muy conocida, según la cual cuando Aguirre Suárez llegó a España como descendiente de emigrantes pamplonicas, al ser preguntado por la prensa sobre si su padre era navarro respondió: “nada de navarro, mi padre era de Pamplona”.
Eran los oriundos. Bajo esa denominación llegaron a España futbolistas con los papeles en regla junto a muchísimos con ellos falsificados, y también llegó algún que otro buen jugador, pero al mismo tiempo se colaron en el deporte nacional muchos futbolistas que de no haber sido por la prohibición y por la acción u omisión de algún que otro “espabilao” dudamos mucho que alguna vez hubieran podido jugar en el fútbol español. A este respecto no está de más recordar a un tal Cabral, paraguayo, o al menos eso decía él, que le colocaron al Granada en la 73-74 después de haber probado suerte en media España. Recordarán los aficionados (los pocos que vamos quedando) a aquella especie de Quasimodo cuya sola aparición en la banda con vistas a una posible sustitución desataba un notable pitorreo general en las gradas, con aquella cabeza jibarizada y una espalda escoliótica (y perdonen los “palabros”), que tenía pinta de cualquier cosa pero no de futbolista; efectivamente, las dos o tres veces que llegó a jugar con el primer equipo confirmó que futbolista, lo que se dice futbolista, no era.
Fue un gran escándalo en el deporte español aquel de los falsos oriundos. Por eso, al llegar la temporada 73-74 y ante las presiones desde Vascongadas y Cataluña y el famoso dossier de Roca Junyent, se decidió poner fin a la prohibición y permitir hasta dos extranjeros por equipo. Pero a estas alturas prácticamente todos los equipos de primera y segunda (menos los vascos) contaban ya con numerosos jugadores sudamericanos que respondían a la denominación de oriundos. En esta faceta destacan sobre todo el Zaragoza, el Elche y nuestro Granada.
El Granada C.F. de la 73-74, que como sabemos quedó sexto en la máxima categoría, podría ser recordado como el de los “granaguayos” (tomando prestado el término que más tarde popularizó la prensa para referirse a aquel Zaragoza de los “zaraguayos”) porque el club rojiblanco contó con hasta nueve jugadores nacidos allende el Atlántico. Y es que Candi fichaba todo lo fichable con tal de que viniera de las Indias mientras que en la plantilla de aquel año sólo figuraron dos canteranos (Angulo y Pepe Navarro) y ninguno llegó siquiera a debutar en liga. Además, para hacer hueco a tanto “indio” -dicho sea sin el menor atisbo de ánimo despectivo- esa misma temporada se le había dado la baja a hombres tan importantes en la historia granadinista como Vicente y Santos, a los que aún les quedaban algunos años de buen fútbol. Se puede hacer un equipo de sudamericanos con los que trajo Candi en el periodo que va de 1968 a 1975: Mazurkiewick en la portería; en la defensa formarían Pazos (si bien éste no lo trajo Candi, era cedido del Sevilla), Aguirre Suárez, Fernández; para el centro del campo Montero Castillo con Benítez, Oruezábal y Denis Mílar; y para la delantera Echecopar, Escobar y Maciel; quedarían para el banquillo, además de Pipo Rossi como técnico: Juárez, Ferreira, Gómez y Cabral.
Sobre la leyenda negra del Granada C.F. se ha escrito mucho y se ha leído también lo suyo. Hay abundante literatura y entre ella excelentes obras en las que se habla de esta espinosa cuestión. No me resisto a reflejar algunos ejemplos. Refiriéndose a los falsos oriundos y a la huella de dureza que alguno de ellos dejó a su paso por el fútbol español, Julián García Candau exagera en su libro “La moral del Alcoyano”: «Uno de aquellos filibusteros del fútbol era Aguirre Suárez, que coincidió en el Granada con Fernández, otro angelito. Los dos juntos eran capaces de lesionar a media liga. A Amancio le abrieron un muslo en canal y al delantero del Valencia Forment, un joven prometedor, lo mandaron cojo para siempre a Tercera División».
Y esta cita del libro de Alfredo Relaño “El fútbol contado con sencillez”: «Aguirre Suárez fue suspendido de por vida para jugar en Argentina. Pero encontró trabajo como futbolista... en España. Le contrató el Granada, que le unió a un paraguayo feroz apellidado Fernández. A su lado se asilvestraron unos cuantos jugadores españoles. Durante tres temporadas, el campo de Los Cármenes fue el terror. Allí el que se atrevía a pasar de medio campo se jugaba la pierna o la cabeza. Amancio tuvo una lesión terrible por patada de Fernández que le sajó en dos el cuádriceps de la pierna derecha.»
La malhadada leyenda tiene también sus momentos cumbre, y ejerciendo de improvisado Bartolomé De las Casas, se pueden relacionar sus hitos más conocidos, casi todos ellos en partidos contra Valencia o Real Madrid: de la 71-72 encuentro Granada-Valencia, plagado de situaciones conflictivas y con declaraciones pos partido del míster valencianista Di Stéfano (que no se quitó el sombrero) arremetiendo verbalmente contra su compatriota Aguirre Suárez y sus trapacerías. En la misma temporada, visita granadina al Bernabéu, con trifulca entre jugadores de ambos equipos y expulsión de Amancio y Fernández (que salió en camilla). De la temporada 72-73 tenemos la lesión del valencianista Forment en partido celebrado en Los Cármenes por una entrada alevosa de Aguirre Suárez. Y de la 73-74 se puede destacar el codazo del argentino al ojo de Santillana en partido en Granada de la primera vuelta, para finalizar con la espectacular y archiconocida lesión de Amancio por Fernández ya en partido de copa y después de finalizada la liga. En medio el partido contra el Barcelona de Cruyff del que resultó la famosa frase de Asensi, resumen de la malhadada leyenda: «jugar en Granada es como ir a la guerra». Son los momentos que alcanzaron más fama, lo cual obedece al hecho de que se produjeron ante grandes, pero no se agotan ahí, hay muchos más que no son tan conocidos y que no vamos a relacionar aquí.
El sambenito de equipo leñero endosado al club de nuestros amores, admitámoslo, fue ganado a pulso. Aunque la leyenda negra se ha magnificado, ya que resulta más fácil –y menos arriesgado- ensañarse con el débil que con el poderoso, repito, manque nos pese, las voces que acusan al Granada de los setenta de ser un equipo leñero no mienten, sólo que esas voces a menudo olvidan el contexto histórico en que esta circunstancia se produce, y olvidan también que nuestros jugadores podían ser violentos y tramposos, pero no constituían una isla tenebrosa en medio de un plácido mar en calma. Y ese contexto no lo referimos exclusivamente al fútbol español sino que es un fenómeno mundial, especialmente sudamericano, caracterizado porque en el fútbol que se practicaba se imponía el cerrojazo y primaba la defensa a ultranza. Quiero decir que por entonces se estilaba una defensa y unos defensas más de presa, menos técnicos que en la actualidad, y casi todos los equipos (grandes y pequeños) alineaban en labores de contención a jugadores “aguerridos” (por decirlo suavemente), o sea, perfectamente equiparables a nuestra famosa pareja de aquellos años. Está feo señalar, pero ahí estaban los argentinos Ovejero y Panadero Díaz, del At. Madrid por citar así, a vuelapluma, a los más conocidos o, como representación nacional, los mismos De Felipe, del Español, o Benito «Hacha Brava», del R. Madrid; o Gallego del Barcelona, o Eladio que del club catalán pasó al Hércules, más alguno que otro menos conocido que haría la lista interminable, y eso refiriéndonos sólo al fútbol español. Todos ellos cuando defendían no repartían precisamente felicitaciones de navidad. Sea como fuere, no puede servir de justificante el hecho de que la dureza en el fútbol de la época era algo cotidiano.
Lo de Fernández a Amancio en Los Cármenes ya sobrepasó todo lo soportable y desató una auténtica bulla nacional. Así, al terminar la 73-74 y con ella la vigencia del contrato granadinista de Aguirre Suárez, el argentino es despedido y llega al final la triste leyenda del equipo rojiblanco. Fernández tenía contrato en vigor y se le buscó sin éxito un equipo extranjero, por lo que después de cumplir los quince partidos de sanción que le cayeron continuó en Granada varias temporadas más, y sin el argentino a su lado parece que se moderó y no volvió a dar que hablar. Todavía algunos años después y con motivo de algún que otro escándalo futbolero en Los Cármenes propiciado por una mala actuación arbitral tenían que soportar los nuestros que alguien se permitiera resucitar la dichosa mala leyenda trayéndola de unos descontextualizados pelos que no venían a cuento alguno pero que había que encajar estoicamente.
1 comentario:
Di Stéfano no jugó el Mundial de Chile de 1962; estuvo lesionado por lumbalgia, producida por los excesivamente duros ejercicios físicos que le imponía el entonces Seleccionador Helenio Herrera.....
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