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La placeta era nuestro campo de fútbol y como tal tenía la particularidad de ser por lo menos cuatro veces más ancho que largo. Las porterías consistían en los troncos de cuatro viejas acacias perfectamente enfrentadas unas a otras que evitaban el tener que formarlas con piedras, ropas o libros (“...de textos o guardarropía...”), como es usual en este tipo de fútbol placetero. En tan peculiar recinto deportivo se podía aprender a hacer la pared (“...que es el «wing» que más la pasa...”) sin tener que apoyarse en un compañero; o practicar el regate, que había de hacerse tanto sobre los contrarios como sobre las beatas que salían de la novena de turno según la época del año. También ocurría que los partidos podían ser de siete contra siete o de veinte contra otros tantos en un batiburrillo de benjamines, alevines, infantiles e incluso cadetes. Además las reglas diferían un tanto de las que marca el Reglamento pues no existía el fuera de banda y habíamos introducido una infracción nueva que daba lugar a saque neutral y era lo que llamábamos «estorbo», que consistía en que algún transeúnte que pasaba por allí golpeaba o era golpeado por la pelota, situación esta última que no siempre se la tomaba demasiado a bien el estorbón.
En esta cancha los partidos los presidía Alonso Cano en su pedestal mirándonos de soslayo, como vigilando y temiéndose, un cascarrabias reconocido como él, la próxima travesura en forma de sombrero de papel o colilla para sus labios de granito con que esos gamberrillos le faltaban al respeto. A la estatua del ilustre artista del barroco la flanqueaban cuatro magnolios que proporcionaban una agradable sombra en las tardes de aquellos veranos sin veraneo en que los niños de entonces aprovechábamos para dedicarnos horas y horas a nuestra diversión favorita: emular a nuestros ases que lo eran en rojiblanco.
Además de la presidencia pétrea de Alonso Cano contábamos también con la más cárnica de «el Chumbo» en su sillón de mimbre, que era quien daba aviso a la brigada en cuanto comenzaban los partidos. Éste era un personaje inefable cuyos atronadores cuescos tenían horario fijo como los trenes y rebotaban en los muros de piedra de las iglesias cercanas en un eco peculiar.
Ahora, cualquier día de éstos, gracias a la iniciativa del club Granada 74, es posible encontrarse un partido de fútbol de niños en las mismas puertas del Ayuntamiento o en cualquier otra plaza céntrica. Pero en aquellos años de ordeno y mando en que tantas cosas estaban prohibidas, también lo estaba el jugar al fútbol en las calles y plazas; así que hétenos aquí convertidos en pequeños delincuentes por mor de darle patadas a un balón sin salir del ámbito urbano. Guindillas había especializados en perseguir, si sus juanetes se lo permitían, a aquellos galopines que inasequibles al desaliento no se cortaban ante la amenaza de quedarse sin balón o, en el peor de los casos, ser detenido y conducido como un malhechor al cuartelillo, de donde sólo el pago del correspondiente rescate en forma de multa podía sacarte.
Los chaveas no nos arredrábamos ante la prohibición y nos pitorreábamos de aquellos hombres ya maduros, de aspecto campesino, embutidos en sus tres cuartos azul marino de hombreras salpimentadas de caspa y armados de porra, a los que teníamos bautizados con sus correspondientes motes. Memorable es una ocasión en que vinieron a «echarnos un desafío» un grupo de chavales de la placeta de Gracia que traían hasta un balón de pentágonos negros, igualito a los que se usaban en primera división. Cara les iba a costar su osadía. Comenzó el partido y pronto nos adelantamos los locales con goles de «Elquesabe» y de «Tachuelas», pero no habían transcurrido ni diez minutos cuando se presentaron los guardias. Venían tres, uno por cada una de las posibles vías de escape a lugar más seguro: por la parte de la Alcaicería el jefecillo, «el Chérif»; por la parte de la calle Libreros el terror de la chavalería, «el Chiriví», famoso por su mala uva; y por la parte de la Catedral un meritorio, «el Giacomino Tontonatti». Al grito de «¡guri!, ¡guri!» los que jugábamos en casa no lo dudamos e inmediatamente emprendimos la huida por la salida más amplia, la de la Catedral, ayudando a los más pequeños, «el Chunli» y «el Rabanito», consiguiendo todos ponernos a salvo. Pero los forasteros, sorprendidos por la “perfecta razzia” policial que no esperaban, ¡ejemplo de estrategia anticrimen!, no reaccionaron a tiempo y cayeron en las garras de los gendarmes municipales dos de ellos además del estupendo balón. Ignoro qué pasó después con los dos pobres incautos. Imagino que serían conducidos al Cuerpo de Guardia municipal y que los dos debieron de sentir algo parecido a lo que sentiría Aguirre-Suárez en Villa Devoto, después de aquel legendario partido de vuelta de la final de la Copa Intercontinental 1969, contra el Milán, sólo que para que esto ocurriera aún faltaban algunos años.
Los partidos de aquella maravillosa liga amateur se celebraban todos los días del año excepto cuando pasada la mitad de noviembre la plaza era tomada por una batahola de camisas azules, himnos guerreros, brazos en alto y coronas de flores, muchas coronas, que copaban la pared de la Iglesia del Sagrario donde aún puede leerse el nombre y apellido de un señor a quien los jóvenes de hoy no tienen el gusto de conocer ni de oídas.
Pero cuando la plaza lucía sus mejores galas y se parecía a un precioso y entrañable cuadro naif, digno de la firma de Maripi Morales, era en las tardes de los veranos granadinos en que los últimos rayos de sol daban a la fachada de la Catedral un prodigioso color rojizo; tardes de niños sin posibles repartiendo pelotazos indiscriminadamente, de niñas jugando a la comba acompañando su juego con cánticos, eclesiásticos preconciliares de sotana y sombrero arriba y abajo de la plaza, mujeres tocadas de velo entrando y saliendo de los templos, soldados cortejando marmotas, algún guiri despistado, y el tío de los altramuces y las chufas con su pregón: «¡frescas como la nieve..!».
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