Ahí lo tienen, brazos en jarra y expresión fiera, como cuadra a un prototipo de “comeniños”. Su boca entreabierta parece decir: «¡che, boludo! como te acerqués te muelo a los pedos». Su sola presencia sobre el césped hizo que más de una figura de por entonces sintiera un sudor frío recorrer su espalda. En esta línea, algunos autores de éxito lo señalan como el principal responsable de la escalada de dureza que se dio en el fútbol español a principios de los años setenta. Su venida a España, dicen, hizo que algunos “angelitos” de nuestra liga se “asilvestraran” y, de pronto, como si hubieran visto una luz que les hiciera convertirse a una nueva fe, empezaron a repartir a diestro y siniestro.
Hombre, el argentino no era precisamente una hermanita de la caridad, pero de ahí a señalarlo como el responsable del fenómeno citado hay todo un insondable abismo, el que se abre cuando se dice esa gran exageración. Más exacto sería decir que Aguirre Suárez es uno más dentro de un contexto histórico –de alcance mundial, no sólo español-, el que caracteriza el fútbol de aquellos años en que los últimos coletazos de
El número tres que luce en la elástica de rayas horizontales estrenada en la 73-74 (su último ejercicio entre nosotros) nos lo recuerda empleándose a fondo y poniendo el alma en la defensa de nuestros colores. Y haciéndolo no sin clase, no a balonazos a lo que salga, sino jugando la bola y sacándola con categoría (dícese aseada) en su puesto de esa demarcación ya en desuso, la del líbero o defensa libre por detrás de la línea de zagueros, siempre atento al quite y a tapar huecos. Además, su gran entrega en defensa de los colores se contagiaba a otros y el resultado era un equipo guerrillero que ganaba en Los Cármenes a todos por fas o por nefas, es decir, jugando bien o, cuando no se podía, sudando la camiseta y rindiendo al enemigo como fuera pero sin dejar de luchar y correr los noventa minutos.
Vale que a Onganía -aquel milico muy futbolero y muy mandón que usurpó el poder en su país- no le gustara su duelo con el “desertor” franco-argentino Combin y lo mandara a Devoto. Vale que, como buen zubeldista, Aguirre recurriera más de una y más de dos veces a todo tipo de triquiñuelas y marrullerías (alfileres para pinchar a los contrarios; comentarios subidos de tono acerca de alguien de la familia o entorno de un rival; codazos a la higadilla del contrario mirando al tendido; zancadillas a discreción mientras nadie me mira; mano tonta que se introduce en un ojo del otro, ¡vaya por Dios!; arena a los ojos de un guardameta estorbón y todo el largo repertorio de las pillerías más tópicas). Vale que para cruzarse con él por la calle hubiera que ir con canilleras. Vale que llevara navaja en la liga. Vale incluso que fuera el que disparó contra JFK.
Lo que cuenta para este forofo es que con él atrás no había equipo grande que le tosiera a los rojiblancos. Lo que cuenta es que sus tres años entre nosotros son precisamente los mejores de nuestra historia balompédica. Los granadinistas se lo perdonamos todo por los buenos ratos que nos hizo pasar a los que tuvimos la suerte de verlo en acción. Aunque algunos estudiosos de temas futboleros lo señalen como el mensajero del maligno, que trajo a nuestro incontaminado balompié métodos “triquiñuelosos”, lo que cuenta para un servidor es haber tenido la oportunidad de ver a un gran futbolista liderando a un Granada ganador.
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