Aquella tarde de mediados de marzo de
Caprichos del calendario. Los hados habían querido que en la jornada treinta, última del campeonato de
"Enfrentamiento fratricida con la primera en juego" fue un titular en primera página del diario Granada Hoy. "¿Cuál de nuestros equipos traerá fútbol de primera a nuestra tierra después de cincuenta y cinco años?"; titulaba en portada Ideal. Granada C.F., a punto de cumplir cien años de existencia, y Granada Atlético, recién cumplidos veinticinco, eran los rivales de este choque.
La foto del palco presidencial tomada durante los prolegómenos de aquel encuentro, todo un clásico en la ya larga historia de la rivalidad penibética, nos muestra por un lado a D. Raúl Zamora, presidente y máximo accionista del Granada C.F., joven empresario propietario de cientos de miles de hectáreas de fértil vega y del holding Laboratorios Zamora S.A., fabricante del popular analgésico Cañamina; el hombre aparece muy contento en la instantánea porque le ha llegado un soplo en el que le confirman de buena fuente que está a punto de salir la sentencia que pondrá fin de una santa vez al espinoso pleito de Los Cármenes. A su lado un hombre de mediana edad que sonríe y saluda a la legión de aduladores que se acercan a cumplimentar al poseedor de una de las más sólidas fortunas de Granada, amasada en el desarrollo de su industria de demolición-fertilización, D. Sergio García, presidente y propietario del otro club que hoy comparece en el (más) Nuevo Los Cármenes, el Granada Atlético.
En los diarios también se resaltaba el gran contraste que ofrecía este choque entre estos dos clubes con el primero entre los mismos antagonistas que registra
Ese contraste entre uno y otro derbi era propiciado en gran parte por la llamada "Revolución Verde" de finales de la década de los diez, que hizo realidad el milagro económico de la Vega de Ganada, el cual nació de una decisión política comprometida, la de las autoridades de
El matrimonio entre el nuevo cultivo y las fértiles tierras de nuestra vega (las pocas que por entonces quedaban) se mostró desde el principio como idílico y muy rentable por sus grandes cosechas y la gran calidad de lo recolectado. Favorecido porque su variedad índica seguía siendo ilegal en otras nacionalidades, en seguida atrajo la afluencia de golosos capitales en busca de tajada, surgiendo las industrias farmacéuticas y textiles, tan comunes hoy en nuestro paisaje. Todo trajo el despegue económico de nuestra provincia por el que suspiraban nuestros abuelos, y llegó en buena hora de manera parecida al que vino aproximadamente un siglo antes de la mano de otro producto del campo:
Tras el ascenso a segunda de ambos, ya en el 29, este día por fin se tocaba la máxima categoría, se palpaba después de tantísimo tiempo que quedaban muy pocos aficionados futboleros granadinos que hubieran vivido la última temporada de primera división. Aquel encuentro era, por tanto, "la más alta ocasión" que vieron los siglos balompédicos iliberritanos.
Comenzó el partido. El estadio con todo su aforo rebosando (cincuenta mil espectadores) era una aglomeración, humana y textil, rojiblanca y rojiverde. Cuentan las crónicas que lo que más llamaba la atención -novedad de novedades, por entonces- era aquel balón que parecía tener vida propia. No se había visto cosa igual por estos pagos. El balón inteligente, normalmente blanco entero, adquiría los colores del equipo que debía ponerlo en juego y se situaba en los saques de banda, él solito, en el sitio exacto por donde había salido.
El partido reunió todos los tópicos clásicos de los de esta índole: mucho colorido, muchos nervios, mucha tensión, poco juego y emoción a raudales.
Faltando diez minutos para el final y sin que ninguno de los dos equipos hubiera movido el marcador ocurrió lo imprevisto: en una jugada sin aparente peligro el balón acabó en el fondo de la portería atlética impulsado por un defensor rojiverde. Los rojiblancos saltaban de júbilo y había grandes demostraciones de alegría entre sus seguidores, que no apartaban la vista de los grandes paneles de audio-vídeo donde podía verse una y otra vez la jugada desde todos los ángulos. Sin embargo el balón “inteligente” no emprendía el camino del centro del campo y por el contrario se situaba en el cuarto de círculo del córner. El gol en propia puerta, lo podían comprobar todos, parecía completamente legal, pero el balón no se daba por enterado. Gol anulado y grandes protestas. Pero tras una interrupción de más de veinte minutos e inacabables discusiones y braceos, continúa el juego aunque los forofos rojiblancos están que trinan, bufan y rumian maldiciones, y dirigen miradas asesinas a las cabinas de control.
Pero, como segunda taza por si no teníamos bastante con el incendiario caldo que acabábamos de engullir, cuando quedaban cinco minutos para el final se produjo un derribo de un jugador rojiverde en el área contraria. ¡Penalti!, gritaban los seguidores atléticos. Y, efectivamente, el balón se dirigía al punto de penalti luciendo en su curvo lomo los colores rojiverdes. Pero -¡furor y pavor!- en lugar de colocarse en los once metros del área rojiblanca parecieron fundirse sus circuitos en ese preciso momento y, descangallado y fané, se quedó a medio camino, en zona de nadie, ni pa ti ni pa mí. «Allá quedó el esférico en el pico del área, impertérrito y como desentendido de las humanas pasiones». Ahora las protestas son de los atléticos que infructuosamente tratan de impulsar el balón y sacarlo del lugar donde se ha colocado, pero la bola ha perdido tal condición para adquirir la de una especie de pera fofa; ha perdido su forma esférica con las medidas y el peso que exige el reglamento y además permanece como anclado al terreno. El follón ya es inconmensurable en las gradas. La tensión se mastica y hay escaramuzas entre unos y otros.
-¡Que le den una racha! -grita algún parroquiano-.
-Llamad al “Bisagras” pa que l’eche un chapú –dicen por otro lado-.
El juego está detenido. ¿Qué hacer ante una situación no prevista? Alguien propone desconectar el sistema de balón tontaina y continuar el partido con otro de los de toda
Decididamente, hay cosas que en esta tierra no cambian. Finalmente la única plaza de ascenso vacante fue para el cuarto clasificado, el Betis, que derrotó en su partido al Torredonjimeno, de penalti y en el descuento. La Federación, valorando los graves incidentes de jugadores y de público que se produjeron, decidió que los sistemas de control y seguridad de la instalación del Fargue no reunían las condiciones necesarias para que en el recinto se pudieran celebrar eventos de Primera División y dio por terminado el partido con el resultado que había a falta de cinco minutos, es decir, cero a cero.
¿A quién hay que culpar de esta ocasión perdida? ¿Al chapucero que malinstaló el modernísimo sistema? ¿A los fanáticos, zegríes o abencerrajes, que liaron la trifulca? ¿Al que no cayó en la cuenta de tener preparada la solución por si algo fallaba? A mi memoria acude otra gran ocasión frustrada que pude ver con mis ojos, cuando era aún un infante y me llevaba mi viejo, hace ahora cuarenta años; la gran frustración que supuso para la hinchada hizo que más de uno creyera escuchar algún que otro ¡miau! tras un tabique en tal trance. Desengáñense, esto no lo cuentan las crónicas pero yo, que estuve allí, y en mis riñones de forofo soporté tanto uno como el otro estacazo, les aseguro que la culpa en ambos casos fue de algo tan nuestro, tan penibético, que aunque todo cambie parece que permanecerá sobre nosotros como una maldición, y es que contra la "mala fornicius granatensis" de animales, vegetales y minerales que, como diría el maestro Ladrón de Guevara, debe estar por encima de los cien grados en el fonsecámetro (perdóneseme el "préstamo"), poco se puede hacer más que seguir esperando a que escampe.
1 comentario:
Este cuento ya lo había leído en el libro Pidiendo la hora. Me gustó bastante. Enhorabuena por su nuevo blog.
Pepe
Publicar un comentario