En la antología de grandes partidos en Los Cármenes siempre merecerá un sitio de honor el que se disputó el 25 de octubre de 1970. Era la jornada siete y el visitante, R. Sociedad, comparecía imbatido; su guardameta, Esnaola, no había encajado en los seis encuentros anteriores ni un solo gol. Pero en una sensacional tarde del Granada se rompió la doble racha de los donostiarras, que cayeron derrotados 2-0.
Esa tarde alguien sobresalió sobre el resto, y fue el 11 del Granada, Vicente González Sosa (Agate, Las Palmas, 1941), que, prototipo como era del pasador de clase, sin embargo marcó los dos goles, dos inmensos golazos, al más puro estilo de gran rematador, tras sendas buenas jugadas de Juárez y Lasa.
Era el germen del sensacional Granada de la temporada siguiente. Con Lasa y De la Cruz, recién fichados del Valladolid, y con Joseíto iniciando su segunda etapa en el banquillo granadinista, ya empezaba a ofrecer magníficas tardes de fútbol.
En aquel buenísimo Granada la clave del éxito era sin duda el haber sabido conjuntar una muy equilibrada mezcla de juventud y veteranía. Estaban los dos grandes fichajes ya citados más Barrios y Jaén (aunque, lesionado, casi no jugó), todos por debajo de los veintitrés, pero también Fernández, Ñito, Barrenechea, Santos y Fontenla. Y, sobre todo, el gran Vicente. El magnífico jugador con un guante en su pie izquierdo para servir balones de oro. Para los que saben de la historia del casi octogenario Granada CF, Vicente sigue siendo uno de los mejores futbolistas que pasó por aquí.
Su gran calidad le había llevado al Barcelona siendo muy joven, equipo desde el que lo fichó el Granada cuando rondaba los veinticinco. Pero sólo unos meses después de su llegada se marchó nada menos que al Peñarol. Por suerte para nosotros volvió al poco y aquí se quedó seis años más. Yo, que tuve la suerte de verlo en acción durante las siete temporadas que fue rojiblanco, me acostumbré a saber ya a los diez minutos de cada partido si éste iba a ser bueno o no tanto. Si en esos minutos habíamos podido ver sólo un par de detalles de la inmensa clase que atesoraba Vicente, no había duda, veríamos seguro un buen partido y una victoria del Granada. Porque si Vicente estaba inspirado y con ganas, el resultado inmediato es que todo el equipo funcionaba.
Siempre jugaba de once, pero no se pegaba a la cal, y sus arrancadas, aunque partían de la izquierda, tendían a irse en vertical a la portería contraria y no a la línea de fondo. También, como sucede a menudo con los futbolistas de excepcional calidad, de vez en cuando no andaba fino o no parecía estar para muchos trotes. Seguramente fue este defecto el que le impidió haber llegado a cotas más altas en su palmarés personal. Pero mientras estuvo en Granada, al menos en los partidos de casa, esas tardes de apatía fueron las menos.
En sus siete temporadas de rojiblanco nos ofreció jugadas y goles de antología, con su gran clase para conducir el balón y servirlo medido al mejor situado. Sus compañeros a lo largo de sus siete temporadas: Miguel, Ureña, Barrios y, sobre todo, Porta, supieron sacar partido de las tardes inspiradas de este canario genial, que vive en Méjico pero siempre recuerda Granada y a los granadinos.
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