Dicen de él que era la encarnación
del mal sobre el terreno de juego, que no tenía piedad con los contrarios y que
para simplemente hablar con él o cruzárselo por la calle había que ir prevenido
con canilleras. Una ilustre pluma de la cosa futbolera le atribuye incluso la
responsabilidad última del episodio de conflictividad que experimentó el fútbol
español a principios de los años setenta, y dice de él que su aterrizaje en la
piel de toro fue la causa principal de
que algunos “angelitos” defensas de por entonces se asilvestraran y así diera
comienzo una etapa de excesiva dureza en el balompié patrio. Hay hasta una web
que lo define como el prototipo del jugador violento, y añade que tenía dos
apellidos y pegaba en proporción por cada uno. Esa misma web realizó hace algún
tiempo una encuesta para establecer una clasificación de jugadores argentinos
de todas las épocas que se hubieran destacado por su dureza, con el resultado
de que quien ocupó el primer puesto del ranking de raspadores, a mucha
distancia del siguiente, fue quien nos ocupa, Ramón Alberto Aguirre Suárez
(Ceballos, provincia de Tucumán, 18/10/1944-La Plata, 29/05/2013).
Exageraciones aparte, hay que decir
que esa no precisamente ejemplar fama de Aguirre Suárez es merecida y fue
ganada a pulso. Primero en su tierra, en el club Estudiantes de la Plata, con
el que formando parte de una quinta irrepetible de futbolistas, “La tercera que
mata” (de la que también formaban parte Bilardo y Verón entre otros) y de la
mano de Osvaldo Zubeldia, ganó tres copas Libertadores y una Intercontinental,
y a la vez se convirtió en más de una ocasión en huésped de Villa Devoto,
destino previsto por el presidente de facto de la República Argentina, general
Onganía, para los deportistas contumaces que se distinguieran por su juego
recio. En la lóbrega gayola de Devoto, que ya había visitado Aguirre Suárez en
ocasiones anteriores, en unión de algunos de sus conmilitones purgó durante
treinta días los excesos cometidos sobre el césped de la Bombonera bonaerense
en el partido de vuelta de la final Intercontinental de 1969, frente al Milán,
legendario (pero no en el buen sentido de la palabra) partido aquel sobre el
que han corrido auténticos ríos de tinta y al que corresponde una foto que explica
y resume lo que allí pasó y que ha dado varias veces la vuelta al mundo, la del
delantero franco-argentino del Milán Combin, deshecho, ensangrentado,
literalmente para el arrastre tras experimentar en carnes propias las
“carantoñas” de Aguirre Suárez y compañía.
En 1971 el Granada pagó siete millones
al equipo pincharrata por la ficha de este defensa ya convertido en leyenda, y
a su primer entrenamiento en Los Cármenes acudieron varios miles de hinchas.
Eran tiempos de ley seca en el que estaban prohibidos los futbolistas
extranjeros, por lo que su ingreso en el fútbol español lo fue por la puerta
falsa de la oriundez, con una documentación postiza de hijo de emigrantes
navarros (más concretamente de “Osasuna”) y nacionalidad paraguaya, aunque
compañeros de equipo de por entonces llegaron a verle exhibir hasta cinco
pasaportes diferentes, según cuenta Ramón Ramos. Aquel tipo de regular
estatura, morocho y con rasgos mestizos, que afirmaba contar veinticinco
primaveras si bien a simple vista se le apreciaban algunas más, se convirtió
inmediatamente y durante tres años en insustituible en el Granada CF, en su
puesto de líbero o defensa de cierre, último defensor por detrás de la línea de
tres y que no marcaba a nadie en concreto, posición de apagafuegos hoy en
desuso pero que en aquellos años era de las más importantes en cada equipo.
Tecleando en Google las palabras Ramón
Alberto Aguirre Suárez obtenemos 1.740.000 resultados. Y es que estamos ante un
futbolista de fama mundial aunque, claro, esa nombradía la ganó más por sus
facetas negativas que por sus virtudes futboleras. Que también las tenía. De
eso podemos dar fe los hinchas granadinistas que tuvimos la suerte de verlo
vestir la rojiblanca durante tres temporadas, entre 1971 y 1974, que coinciden
(71-72 y 73-74, sexto en Primera División) con las mejores clasificaciones
históricas del Granada CF hasta el momento.
En el fútbol español acrecentó su fama
leñadora, principalmente tras sus actuaciones frente al Valencia y frente al
Madrid. El valencianista Forment y el madridista Santillana podrían asegurar
que la leyenda no era ni mucho menos inventada ni estaba magnificada. Y esa
funesta fama se hizo extensiva a todo el equipo del Granada CF de los primeros
setenta, recordado también de forma injusta más por los affaires que
ocasionaron algunos de sus integrantes que por el buen juego que realizaba. En
España Aguirre Suárez volvió a dar que hablar bastante más por “sus cosas” que
por su buen hacer, olvidando que también abundaron las tardes de juego elegante
y con toque de clase del argentino, que defendía con contundencia en unión de
su más famosa pareja, el paraguayo Pedro Fernández, pero que también sacaba
desde atrás muy bien jugado el balón para que entre el cordobés Rafa Jaén y el
canario sabio Vicente construyeran grandísimas jugadas de ataque aprovechando
las subidas por la derecha del lateral De la Cruz, el segundo internacional A
de toda la historia del Granada (desde Millán en 1945), y la gran velocidad de
Lasa y la pillería de Porta para hacer goles a pares, aprovechando la pelea con
los defensas de Barrios. Con Joseíto en el banquillo el Granada quedó sexto en
la 71-72, su mejor clasificación histórica (repetida dos años después), y ganó
en Los Cármenes a todos los grandes.
Recientemente ha fallecido este mito
del fútbol mundial. Poco antes de su muerte la revista As Color publicó un
excelente y conmovedor reportaje donde podemos ver a un descangallado y fané
Aguirre Suárez campaneando la vejez, enfundado en una camiseta negra en la que
destaca la silueta azul de un toro y debajo se lee Granada, a la que añora y
quiere volver de visita. Los últimos años de su existencia fueron un calvario
para el argentino, años de soledad y de penurias físicas y también económicas.
Un accidente cerebrovascular sufrido hace siete años le obligó a cerrar su
negocio, el bar Granada, en la esquina de las calles 6 y 48 de La Plata, y lo
recluyó en su domicilio al paralizarle su mitad derecha. En el momento de la
entrevista apenas puede valerse con la ayuda de un bastón y ni siquiera puede
hablar con los autores del reportaje.
El denominador común de las
muchísimas necrológicas que se le han dedicado ha sido que todas han resaltado
su fama de killer, de terror de los delanteros contrarios, y han abundado los
calificativos en esa línea, sobre todo los que lo han definido como un
futbolista excesivamente rudo, y sobre esto al menos los granadinistas tenemos
algo que decir.
Los granadinistas nos orgullecemos
de la importante parte de nuestra historia que llena Aguirre Suárez y siempre
le estaremos agradecidos por su entrega en defensa de nuestros colores y por
hacernos ver un Granada ganador, independientemente de los métodos que usara,
que tampoco él los inventó ni era el único que los practicaba. El propio Aguirre
podría haber hecho suya aquella letra del viejo tango: Se dice de mí que soy fiera, que camino a lo malevo, que soy chueca y
que me muevo con un aire compadrón… Pero lo que nadie podrá decir de
Aguirre Suárez, al menos mientras jugó en el Granada, es que fuera un defensa
rudo. Rudo no era. Aguirre Suárez podría ser sucio, incluso violento, y abusar
del que se llama juego subterráneo, el que casi ve sólo el que lo sufre,
especialmente si, como pasaba, no había veinte cámaras de televisión en cada
partido, pero no era ni mucho menos un defensa tosco.