El otro, el nuestro, la otra cara de la moneda, nunca se había visto (y tampoco se ha vuelto a ver, ¡mecachis!) en otra igual. No hay comparación posible entre una y otra plantilla, pero también los rojiblancos podían aducir que no estaban todos los titulares de la liga recién terminada. La ausencia más importante era la del gran Manolo Méndez, que en el eje de la defensa era todo un seguro de vida.
De siempre la cantera granadina lo que más y mejor ha aportado al fútbol nacional ha sido jugadores de la parte de atrás. Méndez es un claro exponente de una saga en la que podríamos también incluir a Pepe Millán, González (hijo), Barrachina, Francis o más recientemente a Lina y a Lucena. Incluso a Mingorance, que no siendo nacido en Granada salió del Recreativo y se le puede considerar un granadino más. Todos los cronistas de la efeméride y todos los que tuvieron la suerte de presenciar de cerca el acontecimiento coinciden en que el partido hubiera sido otro de no estar lesionado Méndez.
Además de la ausencia del bravo defensa y por la misma razón que el adversario no pudo alinear a sus estrellas Evaristo y Czibor, el Granada tampoco pudo contar, ni en éste ni en los demás de la competición de Copa, con sus dos grandes estrellas: el portero Carlos Gomes y el interior Ramírez. La razón es que ambos jugaban en España en calidad de extranjeros, portugués el uno y chileno el otro. Por entonces y durante algunos años estaba prohibido que la Copa de España la jugaran futbolistas de otra nacionalidad, cosa que no ocurría con Pellejero, Carranza y Benavídez, los tres nacionalizados.
Como queda dicho, la prensa catalana resalta la suma facilidad con la que los azulgrana se hicieron con la copa. No obstante hubo por lo menos unos momentos en los que no lo tuvieron tan claro, que son los primeros compases de la segunda parte, en la que el Granada vuelve al campo con otro aire y otros ánimos y consigue llegar con peligro a la meta barcelonista. Así hasta que en el minuto doce el balón llega a la banda derecha del ataque granadino donde Vázquez combina con Loren, quien centra al área para que Arsenio entrando desde atrás se aproveche de la salida a destiempo del meta Estrems y haga un gol que, además de salvar el honor rojiblanco, despierta a los varios miles de granadinos que en tren, en autobús, en taxi, en biscúter, en moto, hasta en bicicleta, no se han arredrado ante un viaje a Madrid que entonces casi no bajaba de las diez horas de camino, y no han querido perderse la más alta ocasión que vieron los lustros rojiblancos.
La ilusión granadinista va a durar sólo diez minutos más, los que tardará el Barcelona en hacer el tercero, y se va a acabar definitivamente a la media hora de juego, al conseguir el cuarto. Y no hubo más. Sólo la entrega por el Generalísimo de la Copa del ídem al capitán catalán Segarra, copa que se fue a hacer compañía a las otras trece que ya tenían los culés.
No hubo sorpresa. Ganó el que todos daban seguro vencedor y lo hizo sin demasiado esfuerzo. Para servidor, una rara avis que siempre ha sido del Granada y nunca fue ni merengue ni culé ni colchonero ni otros (ni siquiera como segundos amores), no tiene mérito ser de un equipo que siempre gana (masoquista que es uno). La verdadera hazaña quienes la protagonizaron fueron los que vestían de rojiblanco que, paradojas del fútbol, con el título nada insignificante de subcampeón de España todavía no tenían asegurado que al año siguiente iban a continuar entre los grandes del fútbol español.