En treinta y cuatro temporadas de las setenta y seis (contando la actual) que ya lleva disputadas el Granada, el entrenador que ha terminado la campaña ha sido una persona distinta a aquella que la comenzó. De esas 34, en al menos veinte el cambio fue para mejorar, mientras que en nueve el relevo sólo sirvió para empeorar la situación. En el resto el cambio deportivo fue mínimo o no se puede tener en cuenta porque el sustituto dirigió dos o tres partidos solamente. La historia nos enseña que ha habido de todo, pero que en la mayoría de los casos de relevo en el banquillo el cambio fue positivo.
Pero claro, una cosa es que al cambiar el técnico mejore la situación deportiva y otra muy distinta es que con ese cambio se acaben nuestros males y todo esté resuelto. El ejemplo más claro se da en la temporada 1984-85, en Segunda, que comenzó Yosu y cuyos números son de 11 puntos sobre 26 posibles (42,30%); al ser cesado se hizo cargo del equipo aquel nefasto Naya, que rebajó el porcentaje al 19,23 (sólo 5 puntos sobre 26 posibles); y a Naya le sucedió Pellejero, que ya había actuado de puente entre los dos anteriores, que subió espectacularmente el porcentaje hasta el 70,83% (17 puntos de 24). Los fríos números, con ser exactos, nos dan una clara idea de los resultados de unos y otros, pero lo que no pueden reflejar es que por muy bueno que fuera (que lo fue) el trabajo de José María Pellejero, la situación en la que tuvo que hacerse cargo del equipo era ya tan desastrosa que no pudo evitar la debacle y acabamos descendiendo. Fue una de esas tantas veces de la historia granadinista en que fuimos a morir en la orilla. Quizás si hubiera durado el campeonato una jornada más sí se habría conseguido.
Algo parecido es lo que ocurrió en la 99-2000, en la que Mesones elevó el 48.15 % de Chaparro hasta un espectacular 78,33 %, y de igual modo no sirvió de gran cosa porque ya sabemos lo que pasó el fatídico veinticincojota. Claro que para que ocurriera también influyó mucho ese absurdo sistema de ascensos que tenemos que padecer en el pozo de la 2ª B.
El ejemplo más sangrante de cambio para empeorar se dio en una de las más olvidables temporadas de toda la historia rojiblanca, la 60-61, en la que los dos técnicos que ocuparon el banquillo se quedaron en los paupérrimos porcentajes de 33,33 (Argila) y 17,86 (Trinchant). Y no le va muy a la zaga lo ocurrido en la 87-88, la última (por ahora) de Segunda, ya que Ruiz Sosa rebajó al 26,66 % el no demasiado malo promedio de Peiró de 41,30 %, lo que viene a reforzar la tesis de que si entonces se hubiera tenido paciencia con el gran técnico que era Peiró quizás el desenlace aquella temporada habría sido distinto.
En cualquier caso siempre podemos citar ejemplos de cambios en el banquillo que sirvieron para salvar situaciones comprometidas o para alcanzar buenos objetivos: 34-35, Lippo Hertza sustituye a Antonio Rey y se evita el descenso; igual ocurre en la 47-48, en la que la salida de Valderrama y la llegada de Cholín evitaron el farolillo rojo y el descenso; lo mismo en la 88-89 en la que Lalo (con ayuda muradiana) enderezó la malísima trayectoria de Pachín y Crispi; 95-96, 97-98 y 99-00, las de las tres últimas liguillas de ascenso a 2ª, son ejemplos de cambios acertados en la dirección técnica sin los cuales seguramente no se habría acabado promocionando.
En la temporada en curso la salida de Tomé y su sustitución por Fabri viene a suponer la 40ª vez que a un entrenador del Granada le sustituye otro cuando la temporada todavía no se ha liquidado. Sólo queda desear que este baile de entrenadores venga a acrecentar la estadística de cambios positivos en el banquillo rojiblanco. A Tomé le deseamos lo mejor y que tenga en otros sitios esa suerte que aquí no le ha acabado de acompañar, sin duda se la merece por su trabajo honrado y su calidad humana. Y a Fabri le deseamos triunfos sin cuento, y que éstos lleguen ya, ahora mismo, porque serán los nuestros propios.
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